Ese personaje que en medio de la calle, o en una carretera, nos pregunta que cómo puede llegar a tal sitio, está en vías de extinción. El GPS, con su pantalla a colores, sus instrucciones verbales y su precisión milimétrica, empieza a convertir a este personaje en una pieza histórica, del calibre de aquel otro que hace más de un siglo encendía con una pértiga, una por una, las farolas de la calle.
Ese personaje será tan raro como la cabina telefónica, que ha sido arrasada por el móvil, y como los CD, esos objetos dispendiosos, que ocupan demasiado sitio y exigen que su dueño busque en una estantería, saque el disco del estuche, lo coloque en la bandeja del reproductor, y luego le dé sucesivas veces a un botón hasta llegar a la canción que quiere oír. Un engorro que hoy se resuelve moviendo un sensor con el dedo pulgar.
La vida va a una velocidad de vértigo, si oyes una canción que te gusta puedes comprarla inmediatamente por el ordenador, y lo mismo pasa con los libros. Bastan unos minutos para tener casi cualquier película y en un minuto podemos estar contemplando, en la pantalla de nuestro ordenador, que está en Barcelona, un papiro que se encuentra físicamente en el British Museum, en Londres, o, si se prefiere, en ese mismo minuto podemos comprar en la red un martillo hidráulico, un pastor alemán o un piano.
Lo mismo pasa con la información, que va a toda velocidad por la Red; el diario de papel que se vende en la mañana, ya tiene poco que ver, dos horas más tarde, con su versión en Internet, y al final del día ya es radicalmente distinto.
En todos estos ejemplos lo que impera es la velocidad, pero también la ligereza: ya no hace falta tener una pared llena de estanterías con discos, o con libros, o con DVD, para poseer una gran colección de música, una enorme biblioteca o una cinemateca deslumbrante; todo cabe en un ligero cacharro electrónico que puede usted echarse en el bolsillo. Y esas toneladas de información que corren por la Red bajan, con una ligereza asombrosa, a la pantalla de su teléfono móvil, otro cacharro sumamente ligero.
Este cambio de rumbo hacia la ligereza, que han ido implementando las nuevas tecnologías, empieza a tener consecuencias palpables que han afectado a los diarios, a la industria cinematográfica, musical y editorial; la crisis que atraviesan estas industrias no es un fenómeno pasajero, es el final de una época, o el principio de la que viene, y más allá de esta crisis empieza a operar un cambio, mucho más profundo, que ya ha comenzado a poner el mundo patas arriba. Que los nuevos millonarios sean muchachos de 20 años que inventan cosas en la Red es un signo que nos indica lo mucho que han cambiado las cosas. Recurramos al cliché, que es una simpleza que ilustra: el orondo millonario vestido de traje caro, que va en un coche con chófer adusto, empieza a ser sustituido por el muchacho de sudadera y Adidas que llega a su oficina en bicicleta; la ligereza del segundo va más acorde con el nuevo milenio que la pesada parafernalia que arrastra el primero.
La crisis económica mundial, que se ha encariñado especialmente con España, y la velocidad, y la ligereza, que han introducido las nuevas tecnologías en nuestra vida, son elementos del mismo relato. La crisis, desde luego, fue provocada por los cuatro gordos que, entre Cohiba y Cohiba, disponen de la economía del planeta; pero sus efectos en la vida del ciudadano normal son los cimientos del porvenir, la primera piedra del futuro inmediato, parte imprescindible de ese desmesurado golpe de timón que ha dado esa nave repleta de locos que se llama La Humanidad.
Encuadremos el asunto desde la perspectiva inmobiliaria. Hasta hace muy poco, lo que se esperaba de un adulto productivo eran los logros añejos que habían conseguido, o cuando menos intentado conseguir, sus padres y sus abuelos: tener una casa propia y unos ahorros en el banco; además de ser una persona respetable y de casarse con una mujer de buena familia para criar hijos hermosos etcétera, etcétera. En España, vivir en una casa de alquiler equivalía, socialmente, a tirar el dinero, parecía una locura porque cualquier banco te hacía un préstamo para comprártela.
En aquel nada lejano periodo de ilusoria Jauja, donde prácticamente cualquiera podía ser propietario de su casa, la mujer que nos ayudaba a meter en orden el caos que invadía nuestro piso de alquiler, era una señora ecuatoriana encantadora que se estaba pagando, por medio de una hipoteca, su propio piso. Pongo a esta señora como ejemplo porque me parece que su maniobra económica ilustra perfectamente la situación: vivía en un piso de alquiler mucho más grande, y pagando menos dinero al mes, que el piso al que se mudó, que era más pequeño y tenía una hipoteca que tendría que arrastrar 40 años, si todo salía bien. El motivo de este despropósito era que el piso era suyo; era más pequeño, más caro, más feo y estaba peor situado que el piso que alquilaba, pero era suyo. Si algo será tuyo dentro de 40 años, ¿es tuyo?
La histeria nacional por tener una vivienda propia, sumada a la facilidad con que los bancos concedían hipotecas, además de complicarnos aquí la crisis mundial, empieza a verse ahora como el final de una era, de una era basada en la posesión y en el acopio, la posesión de propiedades, máquinas, objetos y el acopio de dinero, el ahorro que prometía un futuro sin sobresaltos económicos.
Ahora que la crisis económica nos ha enseñado lo indefensos que estamos y que las nuevas tecnologías empiezan a señalarnos el camino hacia el nuevo mundo, es el momento de empezar a deshacernos del lastre mental que nos heredaron los propietarios del Medioevo, y de abrazar la vida ligera, la levedad a la que tendremos que montarnos de ahora en adelante. Las instituciones, digamos, clásicas, comienzan a hacer agua; ante el universitario lleno de posgrados, que carga el pesado bagaje que ha adquirido con años de educación tradicional, se planta el muchacho listo que con un ordenador y mucho ingenio, dos herramientas verdaderamente ligeras, consigue un éxito planetario en alguna de las parcelas del ciberespacio. La crisis ha puesto en entredicho el valor del ahorro, y el de la casa con hipoteca, dos esfuerzos en los que inviertes toda tu vida y que, como ha quedado plenamente demostrado, pueden evaporarse con la siguiente maniobra de los cuatro gordos del Cohiba. Y también ha puesto en entredicho a instituciones como la banca, que como se sabe te presta un paraguas cuando hace sol y te pide que lo devuelvas cuando empieza a llover; o el Estado, una institución incapaz de contener la crisis que no responde por sus ciudadanos que han sido víctimas de esa incapacidad; o instituciones como la Iglesia, cuyos valores son la antítesis de la vida ligera: las nuevas generaciones no creerán en Dios, porque no podrán encontrarlo en Google.
La gran enseñanza de esta crisis es que nos ha hecho conscientes de nuestra fragilidad, nos ha enseñado que las posesiones materiales y el acopio son elementos de otra época y que la idea de la casa propia en realidad es lo contrario de la vida, que es propiamente de alquiler. Ahora lo que se impone es imaginar un mundo distinto, todo ha cambiado ya y no queda más remedio: seguir el rumbo que marcan las nuevas tecnologías, vivir de alquiler para poder irse a otra ciudad o a otro país cuando sea preciso, disfrutar el dinero en lugar de guardarlo y vivir la vida en tiempo presente, vivirla hoy, porque el vivir para mañana ya es cosa del ayer.
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